El 27 de junio de 1978. Yo acababa de terminar la carrera de medicina al mismo tiempo que cumplía mi servicio militar. El curso había terminado y estaba con mi mujer comiendo en casa de mis suegros, en el Parque de Bidebieta en San Sebastián. En la sobremesa oímos un tableteo de arma automática. Mi suegro dijo que eran fuegos artificiales pero yo sabía que era un arma de fuego automática, había oído muchos ruidos como aquel durante la mili. Bajé a la calle entre los gritos de mi mujer: ¡No bajes!, ¡No bajes por Dios!. Al llegar al portal vi el Land Rover rodeado de varios policías caídos. Me acerqué sin reflexionar, no había nadie ni a derecha ni izquierda, tenía la boca seca y temía que volviesen a disparar. Uno de los policías estaba sentado en la acera, tenia el pelo rizado, sangraba tremendamente de una herida en la sien. Una arteria sangraba a golpes. Estaba vivo y me dijo que estaba bien. Le enseñé a ponerse un dedo apretando la arteria y la sangre empezó a pararse. Otro policía estaba tumbado en el suelo, tenía los pies apoyados en la escalerilla de atrás del furgón. Estaba vivo y me dijo si podía bajarle los pies de la escalera. No sentía las piernas. Estaba parapléjico y tenía, entre otros, un tiro en el abdomen en la parte derecha a la altura del hígado. Estaba chocado, blanco como el papel. Le tomé el pulso, estaba en taquicardia muy elevada. Se muere, pensé… ¡Ánimo!, le dije, enseguida vienen a llevarte. “¿Me voy a morir?”, “… no, no…” El sargento estaba sentado en el sitio del copiloto con la cabeza caída hacia atrás. Estaba muerto. No veía un sangrado claro, pero al intentar mover la cabeza tenía sangre en la nuca. El tiro había entrado por el lado del conductor lo matándolo en el acto… Seguía sin venir nadie y me parecía que había pasado una hora. Descolgué el micro de la radio del coche y presioné un botón rojo “Oiga, oiga! ¿Me oyen?..” Alguien me contestó y ni me acuerdo lo que dije… Empezó a llegar gente, intenté organizar el traslado del agente herido. Alguien trajo una puerta y, a modo de camilla, lo montamos y lo subimos al coche de un solícito vecino de la urbanización. “¡Rápido, rápido! decía yo…” Llegaron tres coches de la Policía a toda velocidad. Uno de los policías, en plena crisis, sacó la porra y se vino como a golpearnos. Sus compañeros le tranquilizaron… Les conté lo sucedido… y el sargento está muerto… “¡Han matado al sargento González!”, gritó uno… otro guardia grande como un armario, se puso a llorar desconsolado. Todos estaban muy afectados. Como todo estaba controlado, solté el mando de la situación y, de repente, me bajó la adrenalina y casi sin poder andar me volví a casa… Tardé muchos días en recuperarme porque las imágenes de la sangre y el dolor de sus compañeros no me abandonaban. Tenía entonces 24 años. Jamás lo olvidaré.
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